¡Y la tripulación en la Toscana!
Abrió la escotilla y salió a la superficie. Al cerrar vio
que no podría volver a abrirla, se había atascado. No quedaba nadie dentro, él
había sido el último en salir. Miró al frente y observó las montañas nevadas.
Todos se angustiaron, el capitán, asustado porque no sabía
cómo lograría retomar el mando del submarino; el cocinero, porque había dejado
el puchero al fuego; el alquimista, porque no sabía muy bien como convertir
algo en oro que pudiera ayudar, y es que, a veces, el oro no sirve para nada.
Se sintió culpable, él, un pobre marinero le dio un empujón a una escotilla. No
había marcha atrás. Presintió la noche larga y fría que les aguardaba en
aquella soledad compartida.
El capitán se autoinculpó, él debería de haber sido el
último en abandonar el submarino; el cocinero se derrumbó, sabía que por su
culpa todo se quemaría; el alquimista recordó que antes, cuando era muy joven,
había asistido a una escuela de magia e incluso había ejercido durante un corto
periodo de tiempo. Él podría convertir la escotilla de un submarino en
cualquier otra cosa. Cuatro mil conjuros
después y, ante ellos, apareció una muralla de piedra antigua, parecía la parte
de atrás de un castillo. Existían varias puertas, cada una de un color. El sol
brillaba y sobre ellas, cestos de mimbre que recogían plantas llenas de
jazmines, celindas y otras flores de primavera. Del muro pendían buganvillas y
rosas, se podía apreciar su aroma.
El cocinero explicaba las entradas al castillo como él las
entendía. La puerta verde era la de la esperanza, la amarilla traería mala
suerte y la negra, seguramente, les llevaría a la muerte. Había una puerta roja
pero el marinero creía que esa puerta les llevaría directamente al infierno. La
puerta azul parecía la más apropiada.
El capitán decidió, porque estaba al mando. Cada uno iría
por donde quisiera.
Primero entró el alquimista, lo hizo por la puerta azul, él
sólo buscaba la oración, la tranquilidad, la paz…De la vida solamente pedía una
cosa, poder realizar sus experimentos en un gran laboratorio y trabajar con
metales, de forma espiritual, en busca de la piedra filosofal.
El marinero entró a través de la puerta verde, con la
esperanza de poder regresar a casa, encontrarse con su madre, sentir de nuevo
sus caricias y sus pasos cuando ella entraba en su dormitorio y le colocaba su
uniforme recién planchado sobre la cama. Recordaba aquel olor de las mañanas, a
café y tostadas.
Asustados les aguardaron un buen rato. La impaciencia hizo
que el cocinero se encaminara a la puerta amarilla, no creía en la mala suerte
y estaba muerto de hambre. Decidió terminar con aquella pesadilla, soñaba con
un buen plato de garbanzos y un vaso de rojo vino. Cruzó aquella puerta muy
animado.
Tampoco regresó para contar lo que había visto…
El capitán, muy desanimado, entró por la puerta negra casi
arrastrando los pies.
Tras las puertas un par de guardias. Todos estaban presos
¡quién osa entrar en un castillo por las puertas de atrás, sin pedir permiso ni
llamar antes de entrar!
¡Qué osadía!
Apareció un hombre muy feo y muy risueño, que poseía una
nariz espectacular y un bigote muy extraño y muy largo, acompañado por la
policía. Decía ser el dueño de la finca. Les preguntó por su procedencia,
pregunta a la que no supieron responder.
El marinero, muy valiente, les contó lo sucedido.
— Cualquier puerta que escojamos nos conducirá a la
realidad, a la que se accede como uno quiere y se encuentra con lo que hay
—dijo el hombre sin más—, me parece que están drogados, pero en fin, eso ya no
es de mi incumbencia.
Después de interrogarlos, uno a uno, la policía no consideró
que su delito fuera grave. No estaban drogados,
al fin y al cabo las puertas estaban abiertas, no las habían forzado.
Los dejaron salir y, en unos días, pudieron regresar a casa.
Nunca se encontró el submarino. Ni tampoco al marinero, que
en Italia se quedó, haciendo caso omiso a sus recuerdos. Con una nota le bastó
para que su madre le comprendiera.
—Madre querida, en Italia me enamoré de unos lindos ojos
verdes, de los viñedos y de su sol.
El alquimista, coronado de gloria por su gran hazaña, se
quedó en Italia durante una pequeña temporada, permutando la magia por la
alquimia en una escuela de magos.
El capitán se auto degradó.
Poco después, la nieve de las montañas se habían derretido,
esa era la prueba irrefutable de la conclusión a la que llegó, en su
ignorancia, el cocinero... “Seguramente fue el submarino que ardió y la
derritió”, lloraba desconsoladamente mientras cocinaba para otra tripulación.
María Teresa Fandiño
Fotografías tomadas de la red
15/08/2015
Derechos reservados
Fotografías tomadas de la red
15/08/2015
Fotografías tomadas de la red
15/08/2015