Viajo por las letras con la maleta llena de libros. Escribo novelas y relatos, pero si me siento poética la lleno de poesía o de lírica. Soy "cuentista". ¡Otros van más allá e incluso publican mis historias! Os deseo un paseo agradable por mi blog. Mis trabajos están registrados, podéis usarlos citando la procedencia y sin alterar su contenido, siempre y cuando se utilicen para actividades sin ánimo de lucro.

martes, 29 de diciembre de 2020

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Pedro Manuel Fraile.

Novela policiaca.

La cunda y la luna

Novela que estuvo entre los diez primeros finalistas del Premio Planeta, año 2019.  













sábado, 12 de diciembre de 2020

 





¡LARGO SE HACE EL DÍA SIN AIRE! 

 

 Soy afortunada: una de mis ventanas se asoma a un patio de manzana enorme, en forma de rectángulo, del tamaño de una pista de baloncesto. La altura del piso lo sobrepasa y las vistas son limpias; a lo lejos, se intuye el mar y puedo ver el faro durante el día. Por las noches, su luz gira en círculo sobre las casas. Normalmente, en el patio brilla el sol y los niños juegan con la pelota o la bicicleta.

 Ahora no están: no podemos sociabilizar. Está prohibido.

 Cada tarde, a la misma hora, cantamos desde la ventana junto con nuestros vecinos, nos acompañan las sirenas de los barcos, que al principio me emocionaban; ahora parece que molestan. Está permitido.

 Casi todos mis vecinos son padres jóvenes con niños en edad escolar. Hoy hemos cantado aquella canción que decía algo así: «...hola, Don Pepito, hola, Don José…» La consideré muy apropiada para lo que queremos hacer. Después sonó «sobreviviré», que parece animarnos a todos, pero no es cierto: tan solo es una falacia. En realidad, lo único que lo consigue es el aire del noroeste que, insultante, como si no tuviera nada que perder, viene fuerte y de frente. Sopla así casi todos los días hacía esta ventana, pues está bien orientada; en mi ciudad el viento es una característica típica, de hecho, estoy tan apegada a él que cuando viajaba lo añoraba.

 Ahora no puedo, es muy peligroso. Está prohibido.

 Él me recuerda, cada día, a las ocho, que durante veinticuatro horas no he respirado el aire del mar al que estoy acostumbrada, ni tampoco el del parque que tengo frente al portal de mi casa, el cual constituye el pulmón de esta esquina de España.

 Mi rostro se aviva, cuando capturo una pequeña parte de vitamina D.

 Hoy he dejado de quejarme porque se me ha partido el alma: he visto la cara de los niños y su actitud.

 Sus rostros reflejaban la tristeza. Muchos de ellos ni siquiera están con uno de sus padres y casi ninguno puede ver a ningún otro miembro de su familia.  Ellos dicen: es por culpa del coronavirus. La lección se la saben, la situación la soportan, la angustia la sufren.

 Después de haber cantado, fueron ellos los que gritaron: «¡hasta mañana!». Y es que, realmente, quieren que salgamos a las ventanas, parece ser «su momento estrella». Y yo saldré mañana y cada día que haga falta, porque ellos me han roto el corazón.

 Me duele su resignación y siento impotencia.

 Nunca, hasta ahora, habíamos conseguido obviar la sonrisa de los niños.

 Pero, ¿de qué nos quejamos? Hemos sido testigos de cómo, lentamente, se mermaba la sanidad; poco a poco nos acostumbramos a ver las manifestaciones que organizaban los sanitarios pidiendo ayuda: nos expresaban su sentimiento de impotencia; una situación de la que no éramos conscientes de ser los grandes perdedores. Algunos, necios, incluso les respondían que ya ganaban demasiado dinero; entretanto, ellos atendían a demasiados enfermos y en malas condiciones, ante nuestros ojos, en ambulatorios y hospitales; nosotros sabíamos que nadie suplía a los médicos y enfermeros que se iban de vacaciones, o de baja por enfermedad. 

 Ellos también enferman, y no solo por virus extraños.

 Hemos asistido durante años al límite de plazas en las universidades de medicina, y visto cómo fracasaban miles de estudiantes,quienes eran expulsados de las facultades tras haber sido nosotros quienes costeábamos sus intentos de estudio; los culpábamos a ellos de un fracaso con mayúsculas. No hay más que ver el porcentaje de chicos sin título, para darnos cuenta de que estos jóvenes, que accedían a sus plazas con notas elevadas, no conseguían aprobar; no supimos, o no quisimos, averiguar los motivos.

 ¿Qué es lo que ocurre en la universidad? Hemos visto que solo un puñado de ellos finalizaba la carrera; que pasaban a engrosar listas de espera solo para, de vez en cuando, obtener un par de días de trabajo .

 Sabíamos que el sistema era obsoleto e ineficaz. ¡Lo sabíamos y no hicimos nada!

 Nuestras acciones requieren de responsabilidad mucho más allá del presente, por eso asistimos a este resultado, a las consecuencias de lo que hemos hecho: somos culpables de que nuestros «sabios» se mueran en los asilos, de que nuestros niños vivan tristes en jaulas y nosotros, ¿de qué nos quejamos? Tenemos lo que merecemos: el resultado de la pasividad.

Ante la acción, reacción, pero no lo hicimos.         

 Podemos inventar un mundo feliz y echarle la culpa a un virus que mutó, o más fácil todavía, denominar la situación como «una viriasis». Tal vez podemos creer que un simple bichito, que se cae muerto con la lejía, nos ha unido, y cantar que juntos podremos vencer y olvidar el miedo a la realidad, la que tanto nos asustaría si decidiésemos pensar.

 Yo pregunto quién es el responsable de este futuro, ahora presente, que nosotros hemos sembrado para nuestros niños. ¿Qué les vamos a contar? ¿Les diremos que no había dinero para nuestra salud o para nuestra libertad? ¿A quién pedirán cuentas? Les enseñaremos nuestros álbumes de fotos al aire libre, en lo parques, en los columpios. Tal vez fotografías de nuestras bodas, comidas familiares, vacaciones, viajes etc. ¿Qué concepto tendrán de sus ancestros?  Nosotros, que añorábamos nuestra feliz infancia, no hemos sido capaces de mejorarla, ni tan siquiera  de igualarla para ellos.

 La respuesta es evidente: somos culpables; no cantemos, oremos.

 Ojalá que esta situación finalice sola, no lo hará por la mano del inútil del ser humano; pudiera ocurrir que aparezca otro virus, en cualquier otro momento, o ahora, para el que no estemos preparados; o una enfermedad extraña; o, tal vez, una antigua enemiga. ¿Quizás algo que llegue de África, por ejemplo? ¿Acaso hemos olvidado que no hace mucho nos ha atacado el virus del ébola?

 Pobres mentes necias, ofuscadas, bloqueadas por la situación de confortabilidad que nos siguen ofreciendo los gobiernos, unos tras otros: pan y fiestas.

 

María Teresa Fandiño.

Derechos reservados.           




Cuarto concurso de microrrelatos, convocado por Libros Mablaz.




                                                                         Soledades 

—Tú, «bella durmiente», sin enterarte de nada —susurraba—. ¡Qué bien vives! Perdona, no tienes la culpa de mis problemas— exclamó girándose hacia ella.

Una vez sentada en el sillón del acompañante que, como tal, nunca había sido utilizado, la enfermera le comentó sus problemas familiares con la certeza de que no huiría de sus charlas, y abrió un libro por la misma página donde lo había dejado la noche anterior.

—…

—Eres la única que me escucha sin quejarte, permíteme abusar; si tuviera una mínima sospecha de que te molesto, te dejaría en paz, lo sabes; para compensarte te leeré hasta que finalice el turno. Percibo que te gusta.

—…

—La noche se hace corta, ¿verdad? Tal vez creas que no deseo volver a casa… 

 

María Teresa Fandiño Pérez.

Registro de la propiedad intelectual.

29/09/2020


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