Su casa estaba situada ante la playa, cuando la marea subía el mar entraba en su portal. Desde sus ventanas, ajadas por el viento y el salitre, se podía ver la tormenta marina y el mar rugía. Cuando la noche ennegrecía, la luna y las estrellas con negra sombra le temían.
Ella nunca se acercaba a los cristales de las ventanas que, entre maderas, habían perdido su juventud, la madera húmeda y roída por el salitre no les protegía. Elena observaba la negrura de las noches, un mar incontrolable que huía y regresaba cada día y cada noche. Sus olas parecían crecer metros y sus mareas, amenazantes, sonaban trágicas. Sin embargo Elena imaginaba hermosos paisajes ocultos a la vista humana, una tierra poseída llena de bosques y volcanes subyugados, encarcelados por las aguas que dominan sin piedad.
Desde una confortable cama, en un colchón de lana y almohada de plumas, Elena aguardaba cada día el amanecer. Al alba, salía de su casa a la hora que el mar se lo permitía, como residente en una cárcel natural, mas cuando la marea tocaba baja, un placer le reconfortaba. Sus pies tocaban la arena de la mañana, las gaviotas revoloteaban, el cielo azul intenso a veces, otras de color gris, y aquel paisaje de rocas, le hacían olvidar las noches sin estrellas.
Y se marchó, y en una casa con ascensor recordaba aquellas rocas erosionadas por el mar. Castillos de puertas abiertas, acueductos, arcos, leones y elefantes, todo un mundo de fantasía compañero de vida. Allá, en su pequeño apartamento, en su casa con ascensor, parece ser feliz. Mas cuando le preguntan qué es lo que más echa de menos de su tierra siempre contesta: la mar.
María Teresa Fandiño
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10/07/2015
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