Tú, el murmullo del río y el sonido del tren
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Adela era una buena amiga, hablaba mucho. Contaba sus
aventuras durante aquel viaje con nostalgia y de forma divertida.
Su conversación era amena, lo que facilitaba la tarea de
escuchar.
Subí al tren muy ilusionada. Aquella era la primera vez que
viajaba sola.
Me sentí libre y muy feliz cuando el tren arrancó. Me había
comprado un pantalón vaquero azul oscuro
y una camiseta blanca.
Durante la primera parte del trayecto fui leyendo y
escuchando música. En un momento de confusión, observé a una señora que comía frutas,
llamó mi atención. Una mujer excesivamente delgada, pelo rubio muy corto, de
una edad avanzada que no paraba de hablar. Sólo callaba para comer pequeñas
cantidades de fruta, a lo largo del viaje comió constantemente. Desconocía en
qué parte del trayecto se había subido al
tren. Estaba segura de que no estaba allí cuando arrancó.
Me pareció extraña su presencia. El tren no había hecho
ninguna parada.
Ella hablaba para todos; sus enfermedades y sus frutas no me
importaban en absoluto. Hacía calor, comencé a sudar. Llegué a Madrid agobiada,
cuando la perdí de vista me sentí un poco aliviada.
Muy deprisa cambié de estación para subir a otro tren,
agotada después de seis horas de viaje. La sensación de calor aumentaba por
momentos. No tenía reserva de hotel, no sabía dónde me hospedaría.
Comenzaba mi arrepentimiento, no creía que hubiera sido una
buena idea.
Llegué a Sevilla al día siguiente muy de mañana, después de
una noche de fiesta en el tren, cantando y dando palmas con una familia de
andaluces que llegaban de regreso a casa, y con quienes lo pasé estupendamente.
Por la mañana me sentía
pegajosa y cansada. En la estación el termómetro marcaba 45 grados. El aire se sentía irrespirable,
abundaban los mosquitos.
Encontré un kiosco, compré el periódico y pregunté por un
lugar limpio donde dormir. La kiosquera me miró raro. Sin embargo, se decidió a
darme las señas de uno de ellos.
Al entrar mis ojos se cegaron, víctimas del contraste con la
luz del cielo de Sevilla. Me sentí insegura y, replanteándome la conveniencia
del lugar que había escogido, decidí que el sitio no me desagradaba. Sin
embargo no había ninguna habitación disponible.
Estaban agotadas las reservas. Me senté en un sillón de
color granate, de aquel hermoso hall, y reposé mi cabeza. Un empleado se acercó
y me preguntó qué pretendía hacer.
—Aguardaré a que algún huésped deje su habitación.
—Eso no es posible, señorita. No quedarán habitaciones
disponibles hoy.
—No tengo pensado levantarme de este sillón, estoy agotada.
Me miró con soberbia.
Se dignó a ofrecerme una pequeña habitación, me pareció
incluso un lujo el hecho de que tal habitáculo, tuviera dos ventanas que abrían
hacia un patio de manzana. En realidad había presentido que dormiría en la
calle, así que no sólo me conformé, sino que incluso me sentí bien. Abrí las
ventanas y la puerta, el aire no circulaba. Me acerqué a un gran espejo que
decoraba la pared y vi mi rostro. ¡Penoso!, mi aspecto era deleznable, mi
cara…se había tornado azul. Mi vaquero nuevo había desteñido con el calor y
habiéndome frotado la cara por el sudor, me asemejaba a una vagabunda azul,
sucia.
Recordé las mirada de la kiosquera y del empleado del
hotel...Me sentía patética.
Me sumergí en una ducha muy fría; el calor no cesaba, no
podía pensar; mi cerebro estaba abotargado. Con aquellas ventanas abiertas, y a
pesar de los mosquitos, me recosté desnuda sobre la cama y dormí profundamente.
Descansé durante horas.
Cuando desperté apareció la luna llena.
Decidí recuperar mi imagen femenina, me puse un vestido de
seda azul y unos tacones altos. Bajé aquella escalera como una diva, el
encargado que permanecía tras el mostrador, me miró y sonrió. Le gustaba mi
nuevo aspecto, me surgió la duda de que quizás me hubiera espiado mientras
dormía, a través de aquella ventana que daba al patio de manzana en una primera
planta.
Tenía cara de perverso.
Me senté a cenar en el restaurante. La velada transcurrió
entretenida, una charla amena conmigo
misma, hizo que me sintiera bien. Había decidido emprender ese viaje en solitario
porque necesitaba aislarme, estaba harta de la intensa vida social que llevaba.
Un café, en la terraza de un bar, me pareció una idea
perfecta; esa noche marcaba 40 grados, la temperatura no descendería.
Le vi llegar desde la otra parte del río, vestido con su
camisa entallada de flores azules y fondo blanco; resplandecía bajo la luz de
la luna. Sus hombros anchos y aquel pantalón blanco llamaron poderosamente mi
atención.
Me embrujó su mirada
y su figura.
Adela había retrasado su regreso a casa, por causa de un
amor de verano. Creí que no volvería, mas en el fondo tenía la esperanza de que
se cansara de aquella aventura.
Se enamoró de aquel andaluz, un mes duró la travesura.
Aquel día del mes de Agosto, una mujer llamó a su puerta con
un bebé en brazos. Le rogó por sus muertos y por los vivos. Adela bajó la
mirada y se marchó por el mismo camino que había llegado. Estaba segura de que
esa no era la solución para aquella mujer, sin embargo, se apartó de su camino.
Su aventura no tenía consistencia.
Una más para anotar a su larga lista de amores sin rumbo
fijo.
Partió de aquel apartamento, con su maleta y un abanico,
hacia la estación del tren. Me contaba que apresuradamente, compró un billete
para Madrid.
—Compré un billete de tren y aguardé en la estación, era muy
tarde. A las doce de la noche no había pasajeros aguardando y el tren no
llegaba. Me pareció extraño.
Un empleado me dijo que aquella no era mi estación y que no
me daría tiempo de llegar pues estaba en la otra punta de la ciudad. Mi tren
había salido sin mí.
— Adela, ¿no has pensado en viajar en avión?
— Siempre viajo en avión, lo hago desde que me ocurrió ese
incidente.
— ¿Qué pasó?, ¿pagaste otro billete?
— No, no tuve que hacerlo. Te cuento, un chico que estaba en
la estación me dijo que llegaría un tren en pocos minutos, que me podía servir
aunque no iba para Madrid. Sin embargo, me dijo, que lo enganchaban al mío en
un pueblo cuyo nombre no recuerdo, y que entonces podría cambiarme de vagón y
entrar.
— ¡Vaya!
— Me subí. El tren iba prácticamente vacío. Según entré me
metí en un vagón, me cubrí totalmente con un chal que llevaba de recuerdo en mi
maleta. Dejé mis piernas a la vista con aquellos tacones altos. Pasó el
revisor, el hombre fue muy amable, me creyó dormida y no quiso molestar.
No conseguía salir de mi asombro, Adela era muy resuelta.
— ¿Y no regresó?
— Estuve muy atenta, al llegar al pueblo en cuestión salí
corriendo y me trasladé al otro tren. Me instalé en un vagón en el que no había
nadie. Llegó un hombre que viajaba solo, no tardó en sacar conversación. No era
demasiado atractivo y estaba sudoroso; un hombre extraño, comenzó a decir
tonterías. Me dio miedo, con mi maleta en la mano me trasladé a otro vagón donde viajaba un
matrimonio. No pareció agradarles mi presencia, con razón, puesto que el tren
estaba vacío; tenía vagones de sobra donde se podía dormir sin necesidad de
utilizar su espacio. Sin embargo me invitaron a sentarme en el momento en que
él se dio cuenta de que aquel hombre me seguía.
Me había asustado realmente.
— ¡Vaya viajecito que tuviste!, Adela.
— No acaba aquí la cosa.
— Cuéntame…
— Llegó el revisor.
— Ja, ja, ja, me lo estoy imaginando. No sé cómo pudiste
llegar a casa ni como estamos hablando aquí tranquilamente.
— Tampoco lo sé, ja, ja, ja. El revisor me vio y dijo ¡Una
pasajera que se ha subido en marcha!
—Ja, ja, ¿qué le dijiste?
— No señor, no me subí en marcha, le dije. Usted no me vio
antes porque estaría en el servicio. Pero
él me dijo que no, que yo no iba en el tren. Me exigió el billete y me
dijo que me haría bajar en marcha. Se lo di, claro está, y puse cara de niña buena. El hombre me miró
fijamente, me preguntó un par de cosas y no dijo nada, lo más importante fue
que no me echó del tren.
— ¡Una buena persona!
—Cuando llegué a Madrid hube de tomar otro tren para llegar
a casa. Este billete correspondía a un asiento. A mi lado se sentó una señora,
me llamó la atención porque comía fruta en pequeñas cantidades constantemente.
De pronto me acordé de aquella señora que tanto me había agobiado en mi primer
viaje. No me lo podía creer. Era ella, creí morir…
— ¡Increíble!, me estás tomando el pelo.
— Te lo juro.
— ¿No había otro asiento?
— El tren abarrotado. No.
— ¡Qué pesadilla!
— Ese tren hacía paradas. La señora se bajó en una estación,
supongo que para comprar más fruta, aunque ella dijo que iba a comprar agua.
Cerré los ojos y rogué, “por favor virgencita, que el tren arranque y se quede
en tierra”, tres veces recé la misma plegaria.
— ¡No!
— Si, si, ja, ja, después tuve remordimientos.
— ¿Se quedó en tierra?
— Si, tuve que llamar a un revisor porque la señora se dejó
una bolsa en el asiento. Me había pedido que la vigilara, la recogieron y la
guardaron.
— Me parece todo increíble.
— Es auténtico.
— Bueno y ¿qué hiciste después?
—Recuerdo que pensé ¡Por fin un buen viaje! Me dormí.
Me sentí libre y muy feliz a la llegada del tren a la estación. Todavía mejor cuando, por
fin, abrí la puerta de mi casa y tiré los zapatos. Puse música; descalza y con
un café en la mano, miré a la ventana.
Apareció la luna. A miles de kilómetros susurros al oído.
Todavía podía verle llegar cruzando el puente de Triana,
todavía podía sentir sus caricias y su forma de besar.
Y al alba, murmullos que llegan del río Guadalquivir.
María Teresa Fandiño
La Coruña, España.
Me ha gustado mucho tu cuento. Yo también me llamo como tú pero me firmo Maite. Soy de Cuba. Te sigo en tu blog.
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