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La profesora de música
Esa tarde visitamos el teatro, se
trataba esta vez de un concierto que, sospechaba, sería aburridísimo; mi
profesora nos llevaba a muchas de las pequeñas actuaciones musicales que se
organizaban allí.
Siempre me aburría. A veces, incluso, era inquietante el sonido de algún instrumento
que parecía chillar, y se tornaba insufrible a lo largo de la actuación. Entonces me impresionaba que la gente
aplaudiera, era como si todos se pusieran de acuerdo. Esto solía ocurrir, a veces acudía al concierto algún
insigne profesor de música, si le veían aplaudir casi todos lo hacían.
Llegué a pensar que les pagaban para
hacer de reclamo.
El resultado de estos pensamientos me
pareció terrible. Sabía que existían
personas carentes de criterio, pero no que fueran tantas. Durante la actuación
me distraía rebuscando entre los palcos y observando a las personas; tal
actividad me resultaba placentera.
No sé por qué extraña razón, me agradaba
acompañarla.
Esa tarde, en concreto, me impresionó el
concierto. Me pareció buenísimo y me sentí bien, porque además había conseguido
evadirme de mis problemas. Era muy joven y estaba enamorada. Me mortificaba no
poder verle a menudo. Nadie se percataba
de mi sufrimiento, todos creían que era cosa de niños.
Me sorprendí de aquella magnificencia.
El cantante, dirigiéndose al público, se
despidió de los escenarios. Aquella había sido su última actuación y pretendió dejar un buen recuerdo. La profesora de música
comentaba, muy altiva camino de su casa, que había sido un hombre sin afán de superación, un mediocre.
Llegamos pronto, ella vivía muy cerca
del teatro, a veces me daba la impresión de que nos llevaba a los conciertos porque
se sentía sola. Me llamaba la atención su salón, carecía de sensación de hogar
y parecía una exposición al público. No había fotos ni recuerdos.
No quise merendar aquel chocolate con
churros. Entre dientes me dijo que yo era una jovencita muy terca. La mesa de
mármol era de color negro y tenía dibujados unos angelitos blancos que parecían
haber sido pintados en relieve.
Pasé la yema del dedo por sus bordes, sin embargo no se
apreciaban al tacto.
—Deja de jugar con los angelitos y
tómate el chocolate, se enfriará. — Insistía.
—No me apetece, gracias.
A veces me sentía invisible. Ni me veía, ni me escuchaba.
Hacía todo con mucha calma. Solía
finalizar la tarde con alguna frase imperativa:
“Recordad, debéis practicar los
ejercicios de voz, concentraros y
trabajar”.
Alguien llegó a la casa y abrió la puerta con su propia llave. Nos despidió
amable y fría.
Me extrañó.
— Niñas, podéis iros a casa. — Nos miró
superficialmente.
Salimos de allí, no sin antes darle las
gracias por su hospitalidad.
Una de las pequeñas dejó la puerta
entreabierta, me volví para cerrarla y le oí; ese hombre poseía una voz de barítono y un tono muy
fuerte, parecía enfadado e intentaba imponerse. No entendí lo que decían,
discutían. Ella hablaba muy bajo y de vez en cuando decía algunas palabras en
otro idioma; el hombre parecía extranjero.
Entré de puntillas en la casa dejando abierta
la puerta. Me quedé en el hall. Detrás de las vidrieras, observé como levantaba el atizador de la
chimenea e intentaba golpearla. Ella
consiguió zafarse y salió corriendo de
la habitación hacia la puerta; vi su cara de frente tras el cristal, me miró como pidiendo socorro y
vino hacia mí.
Su cara de súplica me impactó.
Me incliné hacia delante y deslicé mi
pierna, contra la que él tropezó. Su frente dio de lleno contra el canto de la
puerta y la fuerza del golpe le dejó inconsciente sobre un hilero de sangre,
sus ojos permanecían cerrados. Temblaba
de miedo, entre las dos le movimos y salimos de allí corriendo. La profesora se
encargó de llamar a la ambulancia y a la policía.
Cuando llegaron el cuerpo del hombre no
estaba.
Solamente una mancha de sangre en la
entrada. Nos miramos, sabíamos que regresaría.
La invité a pasar la noche en mi casa.
Fuimos caminando despacio, el recorrido no era muy largo. Venus brillaba con
todo su esplendor. De pronto dejé de ser invisible para sus ojos
Y comenzó a contarme una historia acerca
de aquel hombre.
Ambos habían llegado de un país extranjero,
ambos habían sido músicos, cantaban juntos, se enamoraron…Él perdió su voz
debido a una enfermedad, comenzó a beber y a tratarla mal. Solamente regresaba
para pedir dinero y se enfurecía constantemente.
Sentía pena por él, ella todavía le quería.
No quise juzgarla, al fin y al cabo
¿quién era yo para juzgar a nadie?
—No te quiere —No dije más.
A la mañana siguiente, el periódico estaba sobre la mesa junto al
café. En primera página la fotografía de ese hombre en una cama de hospital,
alguien le había encontrado caído en la calle y le había acercado a una clínica
donde se recuperaba del golpe.
Le di la vuelta al periódico, no quise
que ella le viera. Lloraría.
— ¿Qué dice el periódico?, ¿algo
interesante?
—No.
—Déjame ver.
Me sorprendió su reacción… Se quedó
mirando la foto y exclamó, un alarido salió de su corazón:
— ¡Así te mueras!
— ¿El amor duele siempre?—pregunté
inocentemente.
—No, querida, el amor no duele.
—A mí me duele.
Me observó mientras tomábamos una taza
de café.
—El amor es felicidad, es confianza,
pasión... Esto es otra cosa. Le eché la culpa al alcohol, a la mala suerte y a todo
lo que se me ocurrió. No son más que excusas
que me pongo para no perderle, lo cierto es que estoy loca por él, pero él no me quiere. A veces nos volvemos sordas,
ciegas y mudas, hasta que un día nos ocurren estas cosas. Dime ¿por qué te
duele?
—Porque está muy lejos…
—Está claro que por una cosa u otra
todos sufrimos.
—Pero él me quiere.
Sonrió.
María Teresa Fandiño
A Coruña, España.
Junio 2016
Derechos reservados.
Imagen tomada de la red.
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